A lola
la fuerza del cariño
Hasta ahora siempre he estado tratando de mantener los hilos de los acontecimientos de mi vida bien sujetos. Con la misma sensación que de niña tenía cuando me compraban un globo. “Agárralo bien fuerte para que no se te escape”, me decía la tata, y el miedo a que se me escapara era tan atroz que los deditos de tan fuerte que agarraba la cuerda se me llegaban a poner del color de los labios de un muerto. Lo sujetaba con determinación, pero siempre había un momento, como cuando me detenía a ver jugar a otros niños, que el globo se me escapaba de las manos. Escuchaba entonces la misma frase de siempre: “pero mira que eres tonta, ¿no te dije que lo agarraras con fuerza?” Y bajo la tristeza de perder el globo y de sentir que era incapaz de retenerlo conmigo, hundía la pena de defraudar a tata . El globo me había abandonado y mis manos vacías y heladas se merecían el azul picor azul que mis dedos sufrían de vuelta al calor de la culpa. Pero aún así, –niña cabezota– a cada nueva ocasión pedía que me comprasen otro globo, no ya por la ilusión de poseer uno nuevamente, sino por probarme a mí misma que era capaz de retenerlo conmigo, y así poder decirle entonces a tata: -¿ves tata, ves que sí puedo?
Hoy, en uno de esos insoportables centros comerciales donde “todo es Navidad”, he visto pasar a un niño que sujetaba con una mano un enorme globo rojo y con la otra iba agarrado a la de su madre. Curiosamente, mi retina ha capturado la imagen desde dos ángulos distintos a la vez, como si mirase desde los cuatro ojos de un insecto minusválido (las libélulas tienen treinta mil pequeños ojos, por eso.) Frente a mí, se me estampaba una imagen fragmentada y discontinua de mí misma, como si estuviera viendo mi propia actuación en una película cuya escena alternase secuencias de flashback (miraba entonces con los ojos de la madre que llevaba al niño del globo rojo), con otras que aunque aún no habían sucedido yo sabía que ocurrirían, (como una prolepsis argumental proyectada desde la mirada del niño). Entonces era yo el niño que intentaba agarrarse al futuro, o tal vez sucedía al revés, pues niño y madre cambiaban de papel sin apenas darme cuenta. O tal vez, como ahora lo recuerdo, mi mente reproducía cuatro imágenes simultáneas tratando de alterar la lógica sucesión de los acontecimientos. Acaso, de sus consecuencias.
Pienso ahora en esas personas a las que he querido en mi infancia con toda la fuerza de la que era capaz y de las que sin embargo me sentí abandonada. Personas que me hicieron creer que existía un amor biológico, o en su defecto, un amor por decreto, sin tener entonces la edad y capacidad suficientes para entender que no siempre es así. Imagino ahora que cuando niña, sujetaba a mis seres queridos con las cuerdas de esa necesidad que todos tenemos de sentirnos queridos, como si fueran preciados globos de gas. Pensaba, como me hicieron creer desde la primera gota de creencias mamada de la teta de mi madre, que la capacidad de querer venía dada en el código genético y que probablemente el gen “amor” de mi código, el que a mí me había tocado, debía estar defectuoso,pues por más fuerzas que yo emplease (y por culpa de mis distracciones infantiles), parecía ser que cada globo de gas que llegaba a mis manos lo dejaba escapar. Desde mi habitación, a pesar de andar siempre con los pies de puntillas, los sentía alejarse alto, muy alto, altísimo, donde seguramente yo nunca alcanzaría a llegar.
Convertido ahora el cielo que miro en un graffiti de globos de colores diluidos, este se me hace cementerio de esos seres queridos y al mirarlo, trago olas que convierten mis recuerdos en sal. El resto de mis fragmentos suben hasta una dulce luna naranja formando un mosaico de mí misma. Y compruebo desde la altura de la madurez, que somos el gas de cada globo que elegimos, que el amor se da o no se da, y que no hay gen ni rojo hilo de sangre que pueda atar el cariño.

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