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diario tesis – enero 6

6 Ene

estoy jodida

la fotoMe despertó el tiro de una escopeta. Al menos  fue ese el sonido que me sacó de mi sueño y el que me dejó el corazón parado durante el silencio que le siguió. Me incorporé en la cama esperando escuchar las consecuencias del disparo, hasta que comprendí, que dicho ruido correspondía  a un petardo explotado con retraso en una larga y vieja noche, Noche Vieja. En vez de seguir durmiendo (¿lo vería hoy?), ya no podía, me coloqué las  zapatillas nuevas que tanta ilusión me habían hecho que me regalasen y salí a andar.

Amanecía un día nuevo sin apenas nadie que lo estuviera contemplando, pues aunque todavía quedaban abundantes víctimas de la noche, dudaba que esos bárbaros (bárbaros en dos de sus significados: por la heroicidad de aguantar en pie toda la noche y por ser probablemente de esas personas cuyas mentes estrechas entienden estar obligadas a divertirse cuando se les dice) pudieran estar dándose cuenta de que amanecía.  Y amanecía. Acontecía la aurora  de un modo tan melancólico que me caló hasta llegar a alguna parte de esas del cuerpo que no sabes muy bien dónde está, o cuál es. Esa, que unas veces crees que es el estómago, otras el pecho, y otras el punto exacto ese  del que se dice que no existe, punto G o alma, o como quiera que cada uno lo llame. Y recordé un haiku de Borges: “En el desierto /acontece la aurora./ Alguien lo sabe.” ¿Acontecía entonces la aurora a pesar de no ser contemplada por nadie salvo por mí? ¿dejaba de existir  o era acaso menos hermosa por no ser advertida por esos individuos? No sé, ya estaba yo con mis pajas mentales…seguí andando. Aligeré el paso pues sentí un no se qué,  como si la niebla que me rodeaba se fuese metiendo dentro de mi cuerpo hasta esa parte de mi interior que no podía reconocer y que después, gota a gota, se escapaba calándome todos los órganos imperceptiblemente. ¿Desde cuándo sentía esa humedad? ¿cuándo acabaría esta derrumbando mis paredes?

Mientras caminaba tratando de averiguar  dónde se encontraba esa dichosa parte de mí, comencé a repasar mi vida (dándole al “fast”  del mando a distancia, que no estaba yo con ganas de misticismos).Pensé en lo bien que había ido todo esta Navidad, en la alegre noticia, la mejor noticia que podíamos tener, (que de momento no puedo explicar pero que es algo  así como el que te toque el gordo de navidad pero en mejor),  y  en lo  satisfecha que estaba con mi vida. Realmente no me podía quejar, pues todo lo que me había propuesto me había salido bien.  Sí, bien, pero ojo, que por todo lo conseguido me había partido los cuernos sin escatimar esfuerzos. Incluso en esos casos en que todo se me había vuelto del revés, cuando tras  actuaciones cometidas que  uno no sabe ni por qué las has hecho, ni  cómo salir de ellas, pues hasta de esas. Porque invariablemente, mis objetivos, (eso creo que es lo que me ha acompañado siempre además de esa puta niebla), habían estado claros: querer a las personas que pertenecen a mi mundo afectivo y procurar que fueran felices. Así que, dentro de mis posibilidades y de aceptar lo injusta que es la vida, podía  considerarme una persona afortunada. Pero entonces, entonces, ¿a qué venía ahora esa jodida gota que me congelaba hasta los pies?  Seguí andando. Acontecía la aurora y solo yo la contemplaba. Pensé en la gente a la  que quiero, en cómo cada uno de ellos forman  parte de la polifonía de experiencias que componen mi vida. Me pregunté cómo anidando todos ellos en mí sin embargo me sentía tan nostálgica

Llegué a casa y me di un baño de esos que tanto me reconfortan y la humedad del baño desempañó la de mi interior. Vislumbré que hoy la aurora, como la luz de un  faro, me mostraba el camino andado y el que me queda por andar. Teniendo la agridulce sensación que ya ninguno de los míos me necesita como antes, encontré esa parte de mi cuerpo que no localizaba: yo. Me pregunté entonces si yo existía fuera de ellos, si soy alguien  sin ellos, si desapareceré si ellos desaparecen de mi vida.

Por primera vez y  sin miedo me pregunto hoy si es tarde para averiguarlo,  si merece la pena cuidar a esa gota en la niebla que soy yo, y si sabré ocuparme de ella con la fuerza y el coraje con el que siempre  me he ocupado de mis seres queridos. Estoy jodida, sí, porque es lo más difícil que he intentado hacer nunca, y estoy feliz porque tengo un nuevo ( y muy antiguo) objetivo para este año.

la foto-3

 Feliz 2014 y todo eso.

diario tesis – diciembre 31

31 Dic

  A  lola

la fuerza del cariño

globo niño

Hasta ahora siempre he estado tratando de mantener los hilos  de los acontecimientos de mi vida bien sujetos. Con la misma sensación que de niña tenía  cuando me compraban un globo. “Agárralo bien  fuerte para que no se te  escape”, me decía la tata, y  el miedo a que se me escapara era tan atroz que los deditos de tan fuerte que agarraba la cuerda  se me llegaban a poner del color de los labios de un muerto. Lo sujetaba con determinación, pero siempre había un  momento, como  cuando me detenía a   ver jugar a otros niños, que el globo se me escapaba de las manos. Escuchaba entonces la misma frase de siempre: “pero mira que eres tonta, ¿no te dije que lo agarraras con fuerza?”  Y bajo la tristeza de perder el globo y de sentir que era incapaz de retenerlo conmigo, hundía la pena de defraudar a tata . El globo me había abandonado y mis manos vacías y  heladas se merecían el azul picor azul que mis dedos  sufrían de vuelta al calor de la culpa. Pero aún así, –niña cabezota– a cada nueva ocasión pedía que me comprasen otro globo, no ya por la ilusión de poseer  uno nuevamente, sino por probarme a mí misma que era capaz de retenerlo conmigo, y así  poder decirle  entonces  a tata: -¿ves tata, ves que sí puedo?

Hoy, en uno de esos insoportables centros comerciales  donde “todo es  Navidad”, he visto pasar a un niño que sujetaba con una  mano  un enorme globo rojo y con la otra iba agarrado a la de su madre. Curiosamente, mi retina ha capturado la imagen desde dos ángulos distintos a la vez, como si mirase desde los cuatro ojos de un  insecto minusválido (las libélulas tienen treinta mil pequeños ojos, por eso.) Frente a mí, se me estampaba una imagen fragmentada y discontinua de mí misma, como si estuviera viendo mi propia actuación en una película cuya escena alternase  secuencias de flashback (miraba entonces  con los ojos de la madre que llevaba al  niño del globo rojo), con otras que aunque aún no habían sucedido yo sabía que ocurrirían, (como una prolepsis argumental proyectada desde la mirada del niño). Entonces era yo el niño que intentaba agarrarse al futuro, o tal vez sucedía al revés, pues niño y madre cambiaban de papel sin apenas darme cuenta. O tal vez, como ahora lo recuerdo, mi mente reproducía cuatro imágenes simultáneas tratando  de alterar la lógica sucesión de los acontecimientos. Acaso, de sus consecuencias.

Pienso ahora en  esas personas a las que he querido en mi infancia  con toda la  fuerza de la que era capaz y de las que  sin embargo me sentí abandonada. Personas que me hicieron creer que  existía un amor biológico, o en su defecto, un amor por decreto, sin tener entonces  la edad y capacidad suficientes para  entender que no siempre es así. Imagino ahora que cuando niña, sujetaba  a mis seres queridos  con las cuerdas de esa necesidad que todos tenemos de sentirnos queridos, como si fueran  preciados globos de gas. Pensaba, como me hicieron creer desde la primera gota de creencias mamada de la teta de mi madre, que la capacidad de querer venía dada en el código genético y que probablemente el  gen “amor” de mi código, el que a mí me había tocado, debía estar defectuoso,pues por más fuerzas que yo emplease  (y por culpa de mis distracciones infantiles), parecía ser que cada globo de gas que llegaba a mis manos lo dejaba  escapar. Desde mi habitación, a pesar de andar siempre con los  pies de puntillas, los sentía  alejarse alto, muy alto, altísimo, donde seguramente yo nunca alcanzaría a llegar.

Convertido ahora el cielo que miro en un graffiti de globos de colores diluidos, este se me hace cementerio de esos seres queridos y al mirarlo, trago olas que convierten mis recuerdos en sal. El resto de mis fragmentos suben hasta una dulce luna naranja formando un mosaico de mí misma. Y compruebo desde la altura de la madurez,  que somos el gas de cada globo que elegimos, que el amor se da o no se da, y que no hay gen ni rojo hilo de sangre  que pueda atar el cariño.

21 días – octubre 27

27 Oct

No sé por qué hoy me he acordado de este texto. Es una reflexión, ensayo, o lo que sea,  que escribí por estas fechas hace ahora casi un año, intentaba (antes de que llegara mi cumpleaños y perder más tiempo), dejar de fumar a la vez  que intentaba dejar una relación. Él decía que vivía en un bunquer y que tenía que mudarse. (Lo llevaba diciendo creo que cinco años). Conseguí las dos cosas, pero uno no puede olvidar nunca que se es adicto. Seguir leyendo