feijoas
Ayer me llamó un amigo que acababa de leer la última entrada del blog. En cuanto descolgué el teléfono me dijo: –venga, te recojo en media hora. Vas a probar algo, ya es hora de que dejes de ser virgen.
–Hombre Renaldo, –le contesté muerta de risa, –yo sé que tienes alto concepto de mí, pero la verdad es que, aunque últimamente no se me conozca varón, lo que se dice virgen…(y eso que no tenía yo muy claro que fuera alto el concepto que de mí, por eso de ser virgen porque en fin…).
–No seas idiota, anda, deja la tesis que voy a por ti. Mañana es 9, no?
Y así me vi en un peculiar huerto rodeada de guayabas, zapotes blancos y feijoas. A dos manos arrancaba frutas desconocidas y mis labios hinchados de sabor bebían aromáticos jugos que mi lengua erecta era incapaz de reconocer. Sorprenderse. ¿Cómo describir esa primera vez? Un placentero escalofrío barría todas mis venas, cosquilleo. Paladar adormilado y latidos en los pies. Corazón en la barriga y cabeza hecha estómago. Himen roto. Miré a Renaldo, concentrado, recogía frutos recién caídos. Estaba tan atractivo. Le pregunté qué edad tenía y por respuesta me dijo que a cierta edad uno sabe que ser joven es una cosa complicadísima, que requiere altas dosis de esfuerzo y voluntad, y sobretodo, estar dispuesto a perder la virginidad cada nuevo día. Y se marchó hacia la casa arrastrando un saco lleno de feijoas.
Andando a saltitos sorteando las frutas picadas caídas en la tierra, calculé la de cosas que me quedaban por conocer, por hacer, por disfrutar. Pensé que no recordaba yo que me lo pasara tan bien la primera vez que perdí la virginidad. Claro que, en aquel entonces, era demasiado mayor para sorprenderme ya por ninguna cosa.

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