viento de levante

1 Sep

Maybe I won´t be so afraid

I will understand everything has its plan

Either way

Wilco

Conducir por carretera  escuchando música le proporcionaba una sensación de libertad difícil de conseguir en la ciudad. Le encantaba conducir, se relajaba  y casi podía poner la mente en blanco. O mejor aún, podía pensar en tantas cosas  sin sentido lógico como le diera la gana. Un simple pensamiento, instantáneo, la liberaba del peso del pasado y del futuro, de aquellas ideas que le habían hecho tomar como dogmas y que en la soledad de la carretera, se convertían en verdades que caían de su mente  heridas, como sorprendidas  con alguna enfermedad inconfesable.

Empezó a estudiar los coches que adelantaba. Un golf plateado que parecía seguir a un BMW negro con una pareja joven dentro iba a bastante velocidad. Por la larga melena rubia que pudo distinguir en el asiento del conductor, era la chica  la que conducía, aunque tampoco sería  eso lo que podría diferenciar de seguro a un chico de una chica, claro. Adelantó también a un Volvo de los grandes, conducido por un chico joven pero de aspecto serio, como el coche, pensó ella. Otro BMW con  una mujer que iba hablando o cantando sola, la adelantó.  Parecía atractiva, pensó que nunca  se le había ocurrido eso de intimar con una mujer, y la verdad, tal y como se estaba poniendo la cosa, empezaba a barajar ciertas posibilidades.  Y mientras se le pasaba por la cabeza esa nueva idea adelantó a un Mini Cooper sin intención siquiera de  mirar al conductor, seguramente sería un capullo el que iba dentro, pensó ella, a juzgar por el coche que conducía. Sonrió preguntándose  qué pensarían de ella los otros conductores si tomaban como elemento  de juicio la marca de su coche como hacía ella ahora, la verdad es que le daba igual. Estaba harta de que los hombres se picasen con ella, sobre todo en la ciudad. La mayoría de los hombres  no podían soportar ver a una mujer  salir  la primera en un semáforo.  Pensaba: “los tíos viven  en una competición continua, parece que tuvieran la necesidad de  reafirmar su superioridad meando en cada salida de semáforo, como si tratasen de demostrar con ello que el mundo sigue  perteneciéndoles”. Dos minutos después el  Mini volvió a adelantarle. Por unos segundos habían  conducido en paralelo y a  pesar de los gestos de él invitándola a tomar algo, ella ni se inmutó, siguió tarareando “I´m trying to break your heart, I´m trying to break …” que escuchaba por tercera vez y que tenía incrustada ya en su  cabeza.

Circulaban pocos coches  más, pero a pesar de ello no le faltaron opciones para elegir: un Toyota Celika “con un hortera dentro seguro” pensó, otro BMW negro como el anterior  pero más antiguo y “con un tío con buena pinta” y  un Audi 8,  ya eran suficientes.  Al adelantar al Audi , este le  encendió  y apagó  los faros, y ella contestó con un corto toque del claxon para darle las gracias. Como en esta ocasión, más de una vez le habían advertido de la presencia de la policía o de un radar de esta manera, salvándose de una multa segura. Era divertido comunicarse así  con otros automovilistas  porque además, posibilitaba la invitación a parar y entablar una conversación. Automáticamente  se convertían en una especie de cómplices de carretera, por lo que si paraban,  ya no sentía uno que hablaba con un  desconocido. El hielo estaba roto y  la charla asegurada, aunque solo fuera  para  hablar del tráfico, el estado de la carretera o cualquier otra pamplina. Esto además le proporcionaba tiempo  para estudiar la situación y calibrar si se podría echar un buen polvo o no  con el tipo en cuestión.

Con los conductores  de los camiones era algo distinto. Igual podían ser de lo más simpáticos, animándote a adelantarlos intercambiando un ademán de manos,  como podían  pegarte el morro al culo del coche con la sensación de estar follándote de miedo. Ella, echándole más inconsciencia que valentía, desaceleraba tan de golpe que, una de dos, o el camión se la tragaba, o el camionero se cagaba en su puta  madre totalmente acojonado. Le divertía ver a esos hombretones de brazos tatuados con los cojones en la garganta, vociferando palabras tan delicadas  que ni el grupo de rock más duro podría competir con  ellos. Se acordaba entonces de su amiga Vero y de lo que le gustaban ese tipo de tíos, o ese tipo  de brazos más bien. En fin.  Puso  entonces algo de música adecuada para el momento. En esta ocasión eligió Highway to Hell, uno de sus discos preferidos para conducir.” Don´t need reason, don´t need rhyme…” sonaba, y siguió estudiando a los coches que  iba encontrándose.

Apareció nuevamente el tipo del Audi  adelantándola con suavidad,  por lo que  pudo observar su perfil. No estaba mal. Una buena nariz y algo despeinado. Aceleró ahora ella  para adelantarlo y pegó en la ventana del lado contrario al volante  su número de móvil, esperó que la llamase. No tardó en hacerlo:

-¿Sí?

-¿Hola?

-Hola. Quería darte las gracias por avisarme del radar.

-Ah, ya sabes, compañerismo vial.

-Ya.

-¿Y cómo lo vas a hacer?

-¿El qué?

-Pues eso, darme las gracias

-Pues… ¿te apetece un café?

-¿Ahora?

 “Este  capullo empieza  a echarse para atrás” –pensó ella. -Sí, ahora, claro. No creo que nos volvamos a ver.

-Bien, te sigo.

Tomaron café un poco más adelante, en un  hotelito  cerca ya de la costa. Ella había parado algunas veces allí hacía ya tiempo. . Una pequeña  playa flanqueada por enormes piedras,  que solo se podía visitar en marea baja estaba justo enfrente del hotel, cruzando la carretera.

El café dio paso a un ligero almuerzo y finalmente pasaron la noche juntos en el hotel. Él llamó por teléfono a alguien, a ella la llamaron,  pero ninguno dio explicaciones al otro, ninguno de los dos las deseaban. Follaron  y charlaron  con la confianza con la que solo dos desconocidos pueden hacerlo. Ninguna historia pasada o futura cruzada entre ellos, solo intercambiaron la necesidad de estar con otra persona, de abrazarse, de sentirse vivos.

Por la mañana, mientras ella se daba una ducha rápida con intención de salir pitando antes de desayunar, él le sugirió dar un paseo. Un sol de primavera, inapropiado para el invierno crudo y lluvioso que llevaban soportando desde hacía varias semanas, les invitó a hacerlo. Era sábado por la mañana.

La marea estaba muy  baja y el sol calentaba la arena todavía húmeda de las olas que se veían a lo lejos. El viento los hacía caminar tan rápido que sus pies apenas pisaran la arena, que crujía como si anduvieran sobre una finísima torta de azúcar.

-Mira –dijo ella agachándose a coger una piedra-.  Es un ojo de hada, señalando el agujerito que la piedra tenía en medio.-Si miras una puesta de sol a través de ella y piensas en un deseo a la vez, el hada de la piedra te lo concederá.

-¿Todavía crees en los cuentos de hadas? –dijo él sarcástico.

-No. Nunca he creído en los cuentos de hadas, es más, no me gustan los cuentos de hadas. De pequeña me hacían sentirme angustiada y triste. Pero necesito la imaginación para entender la  realidad de las cosas.

–Yo solo veo azul –dijo él,  mirando a través de la piedra.

–Dame. Cogió ella la piedra como telescopio  y miró a través del hueco de la piedra. Cientos de borreguitos  picoteaban el mar y su  vista llegó hasta un azul eléctrico que sacudió todo su cuerpo, estaban cerca del faro. -Es igual, vámonos ya.

-No, espera, -dijo él, – lleguemos hasta ese faro,  ¿sabes qué faro es?

-No recuerdo su nombre, hace tiempo que dejé de venir aquí. –Dijo ella.

 Y siguieron caminando hasta llegar al faro, que parecía abandonado. Las lentes estaban  rotas y las erosionadas piedras que rodeaban los muros se veían  tan pulidas y brillantes  que parecía un paisaje lunar. Era uno de esos faros a los que  modernos  sistemas de navegación por satélite habían quitado de la circulación. Esos malditos GPSs  que sin embargo no permitían en las navegaciones nocturnas  la  verificación del posicionamientos de los barcos pequeños.  Solo los faros como este  podían hacerlo. En cualquier caso, ya daba igual, tras el abandono de último farero, estaba claro que  los temporales se habían ensañado con su soledad.

Mientras subían hacia el faro, el viento desapareció por completo y  el mar cobró un oscuro tono de luto. El agua parecía estancada y un azul pantano se reflejó sobre las piedras que llegaban hasta la orilla. El mismo azul  de las piedras que ella recordaba cuando arrastrado por las olas encontraron a los pies del faro  el cuerpo de él chocando  contra esas malditas piedras.

-Tengo  que marcharme,  se me hace tarde.

-Él  asintió.

Siguió hacia el sur sin rumbo fijo. Tarareando la canción que estaba escuchando el día que la policía le contó lo ocurrido: “Another morning another place…Always somewhere, miss you where I’ve been…” el catamarán estaba destrozado, solo un mp3 de color rosa  que ella sabía que no le pertenecía  y las llaves del coche estaban intactos. Su inesperada muerte y la imposibilidad de razonar sobre lo ocurrido, le habían provocado pensar que llevaba una existencia absurda, sin sentido. Desde entonces, la mayor parte del tiempo se sentía como un vegetal. A lo más, como una de esas vacas que ahora veía tranquilamente pastando al borde del mar. Aunque había aprendido a interpretar un papel de persona normal, suficientemente satisfactorio como para que la dejaran en paz. Ese domingo había quedado para almorzar pero llamó diciendo que se encontraba mal.

Siguió conduciendo bordeando la costa. El viento volvía  a soplar con fuerza y el cielo aparecía emplumado como si fuera una cigüeña gigante. Los manchurrones negros de las nubes  eran  alas y  el descolorido naranja de un sol cansado hacía las veces del pico y las patas.  El coche se iba para el lado izquierdo en cuanto se descuidaba  un poco. Ella trataba de mantener el volante derecho agarrándolo con fuerza, hasta que tuvo que parar. Apenas se veía nada y le dolían los brazos de mantener la misma posición durante tanto tiempo. Ni un solo coche se veía en la carretera, tampoco era tan raro en un mes de enero. Dejó el coche en el arcén y comenzó a andar por la playa hasta que el viento no le permitió avanzar más. Sintió el móvil que vibraba en el bolsillo del vaquero pero no lo cogió. Se tumbó en la arena y en pocos minutos estuvo  prácticamente sepultada. Así permaneció hasta que  el propio viento la empujó un poco más allá y una pequeña piedra se enredó entre su pelo. Era otro ojo de hada, ¿otra  oportunidad?  Escupiendo la arena que se le había metido en  la boca comenzó a reírse sin parar y allí permaneció inmóvil hasta la puesta de sol. Entonces, cuando un  cielo acuarelado parecía todo menos un cielo, cuando rojos, rosas, naranjas, morados y lilas la envolvieron, miró a través del agujerito de la piedra y formuló su deseo a las hadas:

-Quiero una casita aquí, justo aquí, bajo estos colores, entre esta  montaña y este mar. Y tuvo la sensación de haberse despertado de un largo sueño, de un larguísimo sueño de uno de esos  horribles  cuento de hadas. Y llamó al viento de  Levante, le gritó dándole las gracias. Ese viento de locos que  le había dado la cordura suficiente para levantarse y pasar página. El móvil había sonado varias veces hasta que desistió.

Ya era tarde, anochecía. No le gustaba conducir de noche y le quedaba un largo camino. Se sacó el móvil del bolsillo poniéndolo en el asiento de al lado  y cogiendo el mp3 rosa que llevaba en el otro bolsillo del vaquero lo tiró por la ventana. Ahora sí, ahora podía entender lo que había leído en uno de esos raros libros que ella compraba  y que nunca comprendía  por qué lo hacía: “Sólo la música puede crear una complicidad indestructible entre dos seres». Entonces tuvo el valor suficiente de sacar su antiguo mp3, el que él le había grabado a ella y se puso a cantar. El móvil volvió a sonar.

 

 

 

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